Por Jorge Daniel Testori
(Opinón – Lectores – Historia)
«Por orden expresa del virrey de las Provincias Unidas del Río de la Plata, el Marqués Gabriel de Aviles de Fierro, se dispuso la fundación de una población distante a unos cincuenta kilómetros al sur de la capital del virreinato, a orillas del Río de la Plata.
En ese lugar, el río forma con la costa una pequeña bahía, una ensenada.
Un grupo de colonos y aventureros, tentados por las facilidades económicas para las compras de tierras y la calidad de estas para la siembra y el pastoreo del ganado, emprendió el bullicioso camino.
Encabezaban la caravana los funcionarios del gobierno en su elegante diligencia, y tras sus pasos, pesados carretones con madera para la construcción de casas y establos, carretas con familias enteras, vacas, bueyes, perros y gallinas.
El paisaje era bucólico, prados verdes y abundantes, montes y bosquecillos repletos de pájaros, pequeñas lomas que semejaban olas en un mar de clorofila.
El trayecto, por lo agradable, se hizo corto.
Descendieron los viajeros en lo que luego sería la plaza mayor del pueblo.
Los enviados del gobierno leyeron la carta de fundación y pronunciaron a los colonos plomizos discursos, al término de éstos, el estruendo de petardos, la gritería de los niños, los ladridos de los perros y los brindis con licores adulterados, fabricados por el futuro dueño de la pulpería, pusieron el marco de algarabía a la reunión.
Al caer la noche, los funcionarios regresaron a la capital y los primeros pobladores de la Ensenada, a dormir allí, bajo un nuevo cielo estrellado, para construir un país pujante, tal vez sin saberlo.
Corría el año 1801».