Por: Jorge Daniel Testori (Lector). Resulta que el hula-hula, esa especie cónica de calesita dislocada, era un bonito juego para sentarse, acomodarse bien agarrado de los hierros y girar en amables vueltas. Pero así, no era divertido. Había que pararse, caminar en un equilibrio inestable de sector en sector y a la mayor velocidad posible.
Para optar por los sube y baja era preciso, aún a la corta edad en la que nos deleitábamos en esos aparatejos, calcular el peso exacto de nuestro ocasional compañero, ya que un desbalance en el kilaje podía obligarte a permanecer largo tiempo en la altura ante la jocosidad del «gordo».
La calesita, una redonda junta de silloncitos que giraba sobre su eje, solo brindaba esa adrenalina del peligro cuando dos o tres apeados colaboraban desde el piso sacudiéndola de un lado a otro la rueda, intentando expulsar de la misma a los arriesgados usuarios.
El tobogán pequeño era prescindible, pero el otro, el grande, era una oportunidad para largarse por los caños laterales o en forma inversa con la cabeza para adelante y boca abajo por la pendiente o con un grupo intolerante de pateaculos.
Y las hamacas, las hamacas se transformaban casi en mediomundos empujadas por un acólito o por el poder incontrolable de piernas adolescentes.
Así era el parque cuando la energía desatada, las glándulas efervescentes y las endorfinas aceleradas se filtraban por los poros y entre el incipiente acné juvenil.
OPINIÓN. Por: Jorge Daniel Testori (Lector).